El hombre ha pasado por etapas de angustia, abandono y mucha incertidumbre. Decidió verse a sí mismo como una víctima de lo injusto de la vida. Andando con el rostro amargado y el semblante decaído. Un espíritu así repele a la gente. Pretendió ganar el favor de sus cercanos manipulándolos por lástima y autocompasión. Culpaba a Dios por sus desventuras, consideraba una prueba exagerada e innecesaria de acuerdo a su medida de justicia. La sombra de muerte llegó a acechar de tal manera, que al mirarse sus propias manos, parecía desintegrarse como arena. Pánica tristeza. Ni al espejo se miraba. Estaba ausente y nadie se percataba de ello. A veces fantaseaba con morir, y que a su cuerpo lo hallen solitario y patético, luego de varios días en su insignificante departamento. Ni un mensaje, ni una llamada, ni la visita de sus hijos. Caleb San Martín estaba cosechando lo que había sembrado: indiferencia. Como un linyera que se había acostumbrado a las ratas y la pobreza, estaba conviviendo con el pecado. Entiéndase el pecado, no como esa carga culposa y acusadora que implica el formato religioso, sino el pecado como equivalente a errar al blanco. El dinero escaso y mal ganado con corrupción en negocios dudosos y de medio pelo, la cerveza, la marihuana, el sexo desordenado, relaciones enfermizas con mujeres de mente adolescente pero con cuerpos y aliento en decadencia. También la locura, acosando, esperando el quiebre emocional sin red protectora para tomar definitivamente esa vida voluntariamente estropeada, que había renunciado a los privilegios del talento innato para aprender y hablar. Caleb estaba empezando a aceptar había pasado de ser una promesa, un potencial sin techo, un joven prodigio, a ser un farsante, sin compromiso, con miedo al ridículo y al esfuerzo. Ya no sabía si engañaba con sus amagues, o si le hacían creer que le creían.
Todavía no sabía si el hartazgo y el odio habían tocado fondo. Intelectualmente sabía aprendido el salmo 88:2 que dice "Llegue mi oración a tu presencia, inclina tu oído a mi clamor". Intelectualmente, porque su corazón estaba aún demasiado árido y odioso como para permitir que esas palabras empiecen a echar raíces como para dar sus frutos.
La ceguera del espíritu produce los más absurdos fenómenos como el no reconocer lo que se necesita desesperadamente, el cinismo hacia los que nos aman, la rebeldía obstinada hacia todo aquel que nos quiere hacer de baqueano para hallar una salida, el de fantasear con librarse de las consecuencias de la propia torpeza, algo así como pretender no caer si nos arrojamos desde una ventana. Y una tendencia que va hacia abajo es como un piso que empieza a ceder, y el que va cayendo se prende del que tiene a mano, y así demonios apenas grises se van colgando, haciendo la vida lenta y pesada. Persistencia en el autoflagelo.
Las condiciones para entrar al banquete de Dios son pocas y simples: creerle, ser manso y enseñable. El promete: "Mi mano será firme con él, mi brazo lo fortificará". Dios padre siempre está dispuesto a relacionarse con el hombre, pero el hombre que no se relaciona con Dios, se atormenta, gira sobre sí mismo infructuosamente, y permanece estancado en la sensación de vacío e inutilidad. . La resistencia a cambiar para salir adelante suele estar disfrazada de comodidad. La comodidad y el acostumbramiento son miedos en formato sutil. La timidez es por autoestima dañada. El miedo es lo contrario a la fe, por eso ofende a Dios. Es no creer o creer que no se puede. Sólo experimentando el amor de Dios la vida se enciende y toma sentido.
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